Palabras del director

“Tengo este recuerdo clavado en mi memoria: mi mamá, que en ese momento salía con un muchacho 15 años más joven, me convence a mis 16 años de empezar a seguir a su novio, al trabajo, por la calle y comprobar si en verdad tiene una amante. Me cuenta que la última vez que estuvieron él la llamó por otro nombre. Al principio me molestaba que mi madre me hablara de su intimidad pero como eso siempre fue así, naturalicé algo que a lo largo me dí cuenta que me hacía mal. Empecé a espiar al joven novio de mamá y efectivamente no tenía una amante sino dos. Cuando ella me pregunta si había descubierto algo, recuerdo que por primera vez sentí ser más fuerte, tener más poder, la miro a los ojos y le digo que no, que no había descubierto nada y que lo más probable es que no tuviera ninguna amante y que todo no pasaba de paranoia suya. Se puso muy contenta y como si fuera lo más normal del mundo me pregunta si no puedo dormir en casa de algún amigo porque esa noche quiere tener el departamento para ella y su novio. Me quedé dormido en un banco de una plaza cualquiera.
Esta secuencia, extrañamente lírica, carga una oscuridad que no es común relacionar con el típico relato familiar. Sin embargo, podría asegurar que en las familias de cada persona hay historias tan extrañas como esta –más sombrías o luminosas– que suelen subestimarse, porque quienes las protagonizan son jóvenes. El relato de aquella historica con mi madre se cuenta con ligereza en las reuniones familiares, como una ocurrencia irrisoria. A mí, aunque no lo recuerde con total nitidez, este acontecimiento siempre me pareció desconcertante; en su ternura y crueldad habla de la dependencia, de un amor cercano a la locura, de un peligro latente. A raíz de esos recuerdos comiencé a escribir este proyecto queriendo entender por qué algo así había pasado. ¿Era mala mi mamá? Entendí, construyendo el guión, que no era que mi mamá fuera mala, sino que nosotros como seres humanos revelábamos de forma visible algo que estaba descompuesto en la familia. El desamor, el desengaño y la violencia que se ejercía, nos atravesaban y se hacían visibles a través nuestro sin que lo supiéramos conscientemente.
De ahí nace la necesidad de filmar el espacio doméstico en relación a la soledad. Al filmar estos espacios residenciales de clase media y alta, aparentemente apacibles, busqué por medio de las situaciones, encuadres cortados de manera inusual y el uso del sonido, cierta incomodidad indefinible para el espectador, para generar la sensación de que algo está perturbado en ese mundo. Los personajes viven en una especie de adentro donde se pretende ignorar el afuera, pero el desajuste del exterior ya está adentro.
Antonio (20), mi protagonista, observa y vive su cotidianidad sin saber exactamente lo que le sucede, está perdido y no tiene grandes aspiraciones, vive sus días sin racionalizarlos mucho. En esta historia los conflictos y heridas familiares existen como una erosión imperceptible que se va explicitando en la media que se esparce a lo largo de la película hasta su apogeo final que llega como una bofetada, pero permite que empiece una nueva etapa de la vida, como si en efecto el final fuera el inicio.
Una manera de protegerse del dolor o la rabia es desterrarla del lenguaje y hacer como si no existiera. Pero esto no resuelve nada. Esta película surge de la necesidad de revisitar, aunque de forma ficticia, mi relación con el amor -familiar, amistoso o de pareja- y cómo ese sentimiento se desplaza generando otras relaciones y formas de relacionarse.
En cuanto a lo visual propongo un ritmo y forma de filmar más intuitiva que intelectual, con una cámara suave, pero móvil que pueda seguir los gestos y movimientos casuales de los actores o detenerse en detalles de sus rostros o del espacio. Trabajé a menudo con planos largos por los que pueda fluir el tiempo y donde podamos observar y sentir a los personajes.
Como dijo Brecht, “No hay nada más interesante en la vida que un hombre intentando deshacer el nudo del zapato”. No me interesan los artificios visuales al estilo de las grandes maquinarias o el uso de lentes que embellezcan la imagen. El aura de extrañamiento, tan importante para la película, se logrará principalmente desde las situaciones, las actuaciones y la composición de los encuadres, manteniendo una cámara natural; pienso en el tipo de extrañamiento que logra Tsai Ming Liang en “Rebeldes del Dios Neón”. Persigo, como sucede en este film, la sensación de extrañeza que asalta cuando menos lo esperamos, esas fracciones de segundo en que dudamos de la existencia y ponen en cuestión la vida cotidiana.
El placer es mío aborda de forma poética y crítica el fracaso del proyecto de familia, de las relaciones de amor, de los valores y deseos aspiracionales de la clase media y, es también, una manera simbólica de reconocimiento de mi vida. De cierta manera, a través de esta película revisito y desoculto en la ficción, los acontecimientos que mi madre y en consecuencia, yo, el hijo, negamos en el pasado. Una de las tareas del cine es iluminar las zonas oscuras. Con la luz de las imágenes cinematográficas es posible romper la oscuridad que se cierne sobre el pasado, con esta película encuentro la posibilidad de hablar de lo que se había callado y en vez de aislar, construir un lugar de encuentro.
Hago esta película desde el punto de vista de un joven de 20 años, porque creo que en el joven está la figura del que vive en el mundo sin ser aún partícipe voluntario de sus dinámicas más mezquinas. Su condición, aunque lo hace vulnerable, le da también la clave para salvarse, para inventar algo nuevo cuando algo se rompe. La esfera familiar de ANTONIO se desmorona para siempre, pero los vínculos aquí surgen de la tragedia y abren una nueva etapa que exigirá, para bien o mal -ojalá para bien- la reinvención de su mundo y con esto una forma diferente de vivir.”